Mòdulo 1. Berenguer: Una sola palabra donde apoyar el fondo del océano, por Tatiana Oroño



Amanda Berenguer (1921) escribe casi sin parar en una habitación que da al jardín. “Si no escribiera no sé qué me pasaría, escribo desde que me conozco”, dice su voz de niña. “Tengo además cinco o seis cuentos... Uno trata sobre las inundaciones y se llama Un negocio redondo,… me lo va a publicar Brecha”, anuncia con inflexión confidencial del tono expectante, como si la enunciación acompañara, en sus matices, el afán perseguido por toda su obra: abrazar el todo y la parte, hacer reversibles afuera y adentro a partir de un calculado punto de vista siempre al acecho. Lo cual explica su ambición de interlocutores, lectores. “Sola no soy nada”, registra en las últimas páginas de su cuaderno de notas cerrado sobre la mesa. En Canto de amor y muerte -en memoria del compañero de su vida, José Pedro Díaz (1921-2006), escritor y profesor, a quien dedicara tempranamente El río, cuyos primeros textos datan de 1949-, esa misma habitación entra a la literatura señalada por su dos “palos de agua que buscan el cielo”. Allí arrimadas a esos mástiles vivos, conversamos. El mini-grabador sobre el mantel impreso de enormes girasoles. 



La palabra es resurrección



“Palabra, te necesito, ayúdame a llevar el peso de la angustia – de la soledad – de la sombra de las cosas” – escribió el 1º de abril de 2007, en una de las últimas páginas de su bitácora. Una de sus obras mayores lleva como lema “el vocablo es el viaje”. Es “más que eso”, puntualiza durante nuestra conversación: “la palabra es el viaje de la vida”. Y en su último libro me entrega al despedirnos una dedicatoria: “la palabra es resurrección”. “Escribo en unos cuadernos de muchas páginas que vienen con animales en la tapa: la jirafa, el tigre, el mono...” – me había advertido tiempo atrás por teléfono.

Éste, del que fotocopiaré las últimas anotaciones después de nuestras dos tardes de charla, no tiene fotografía de tapa pero sí muchas páginas y, dado que lleva escritas solo las primeras, su dueña lo abrirá por el medio, donde todavía está en blanco. ¿Para qué? Para demostrarme cómo se hace para escribir a dos manos sobre sendas páginas (en una suerte de escritura espejo). Una habilidad adquirida a causa de Leonardo da Vinci (¡dice así, textual!: “Es fácil, hacés los mismos movimientos” [con las dos manos a la vez]). A derecha e izquierda –dice, ¡y hace! … Con asombro mío y como si tal cosa, para ella, vi crecer y desplegarse rápidamente las dos líneas simultáneas de escritura… “Maripósate”- pensé, repitiéndome un verbo de la propia Amanda. Pero eso ocurrió ya al final de la última visita, cuando declinaba la tarde del 29 de abril y no se veía más a los gorriones del otro lado del vidrio. 


Punta Gorda, el labio del planeta



Montevideo se ha extendido tanto que ya Punta Gorda no queda tan “cerca de un labio del planeta” como en 1966, cuando Amanda Berenguer publicó “Las Nubes Magallánicas” en Materia prima. Vivía ya en esta casa pero entonces su calle tenía nombre guaraní. Allí estuvo Juan Ramón Jiménez en 1947, cuando aún la rodeaban arenales, en una visita que todavía le hace revivir los apremios de la sorpresa. “¡No sabía qué les iba a servir!” Allí leyó él con voz de bajo, “rodeado de los que vinieron, ni sé cuántos eran, sentados en el suelo”, fragmentos de Animal de fondo. Y fue, lo recuerda, “muy caballero”, porque pasó frente a la foto de José Bergamín, “a quien él no quería nada” -y sí mucho la dueña de casa-, sin hacer un gesto.

No puedo resistirme a preguntar qué terminó sirviéndole al ilustre Juan Ramón y su tribuna de oyentes. “Oporto” - contesta -, “una bebida que ya no se toma. Y masitas”.

Amanda Berenguer es una de las grandes voces de la poesía del 45 uruguayo y del siglo XX en lengua castellana. Publicó poesía a partir del mismo período en que se iniciaron Idea Vilariño (1920) e Ida Vitale (1923), también poetas mayores. Sus primeras publicaciones, de muy escasa circulación y de las cuales abjurara luego, preceden a la Elegía por la muerte de Paul Valéry (1945) evocada por ella durante nuestro diálogo, así como también a El río, ya citada, radiante obra de juventud, amor y viaje. Conocí esa obra en su propia voz y en su casa de Punta Gorda. Algunos fragmentos de su lectura in voce, en 1977, cuando pisé por primera vez el estar donde ahora conversamos mientras transcurre el otoño, me conmovieron intensamente. Amanda me regaló el libro y su dedicatoria aquel mismo día. Salí herida, entonces, bienherida. Luego me senté atrás -en medio de los respaldos de los asientos delanteros del auto de José Pedro Díaz (mi profesor de Literatura Universal y de Metodología y Didáctica en 1969 en el Instituto de Profesores Artigas)- para no perderme palabra de ninguno de los dos, en el viaje de regreso a casa, con el alma encendida. El contagioso ardor de su lectura poética fraguó en un poema que escribí la misma noche, “Aquí”, el primero de mi primer libro publicado dos años después. Porque en El río la voz lírica nombraba uno por uno a sus jóvenes amigos, preguntaba dónde estarían en el futuro. En 1977 los jóvenes de entonces también nos preguntábamos, sin respuesta, por los nuestros, perseguidos o desaparecidos, dónde y cómo los encontraríamos, cuándo bajarían las aguas del diluvio de terror que el estado había desencadenado. La pregunta no era la misma, la circunstancia era otra, pero era inevitable lo que aquella poesía hacía sentir. Despertaba afinidades contrapuestas: nos preguntábamos dónde estarían los compañeros al mismo tiempo que nosotros respirábamos el aire amplio de la poesía… ¿Qué aire respiraban…? ¿Cómo saberlo?



Cuando toco a su puerta se asoma el pelo y, tras él, los ojos de la figura pequeña, y ahora frágil, al ventanillo. Me reconoce y con leves movimientos abre, musita el saludo y me da paso, alegre. La que escucho es y no es la voz marítima de sus casetes y discos compactos (Dicciones; La estranguladora). Vocaliza con nitidez morosa como si acampanara la boca para emitir sus palabras, pero es otro el volumen. Son palabras sin velamen. Parece hablar al oído, aunque esté de lado o de espaldas. Para mi sorpresa topo con el original de tapa de Declaración conjunta, a la entrada. Un dibujo a tinta sobre papel de gran formato, no un grabado en linóleo como se informa por error en las sucesivas ediciones del volumen, en forma de espiral de escritura. La geometría, el cálculo de dimensiones de cada letra, de las cuales algunas a doble escala, otras a la mitad de la mitad, es la urdimbre en la que la poeta trama su discurso a dos voces, la del “tú” - que es el hombre -, y la de ella - “yo araña”, “yo caverna”-. Un discurso de reelaboración caligramática cuya imagen visual evoca la telaraña, y una perspectiva de embudo, cavernosa. Ese libro y el siguiente ya mencionado, Materia prima, fueron caracterizados por Enrique Fierro en su momento como “arriesgada aventura de rechazo y destrucción del mundo tradicional”. Y aventura es la palabra justa para referirse a una obra incesante en alquimias de hallazgos y en combinatorias de búsqueda. Ejemplo conspicuo es Composición de lugar. Sobre el motivo, clásico para el romanticismo, de los ponientes, hay sucesivas vueltas de tuerca: la producción textual, en su primera versión, buscó sincronizarse a la puesta de sol (ella corría a escribir); luego, un texto en segunda versión, libre del acicate cósmico de la hora; y una tercera versión de cada texto, en clave de poesía visual, enlaza códigos tipográfico y poético en el blanco de la página. La tapa, como muchas otras antes y después, también es de la autora: sobre fondo blanco mecanografió una gráfica, enmarcada en rojo a su vez enmarcado en negro, donde se cruzan coordenadas de “horizonte” y “tiempo” / “mar” y “horas”, con la vertical de “luz”. En una entrevista de 1986 ella la caracterizó, a esta obra, como “una hipótesis sobre la relatividad del encuadre”. 

He leído casi toda la obra de Amanda de modo irregular. Al menos lo creo hasta que me decido a recorrer las más de 680 páginas de su obra reunida en Constelación del Navío y constato que el largo poema y el libro inéditos que inauguran el volumen me los he leído sólo a medias desde su aparición a la fecha. También compruebo que aparece El tigre alfabetario en primera edición completa, y no lo leí. Y todavía, que hay zonas desconocidas de ciertos libros que he abierto muchas veces. El voluminoso y bello tomo reúne casi veinte opus. Además, para completar, Amanda ha seguido editando. Y no tengo los últimos dos volúmenes. De modo que preparo la entrevista con sobredosis de lecturas disponibles, ansiedad y recrudecimientos de mi propensión fatalista. Lo primero que estoy resuelta a decirle es que es difícil entrevistarla, dificilísimo dar con un punto de partida, encontrar un hilo conductor flexible que guíe las preguntas.

Y entonces se me ocurre que lo mejor será ir proponiendo palabras suyas, versos suyos como provocación al diálogo. “La palabra tiene una profunda abertura por donde se escapan los propios sentidos”, dijo alguna vez Amanda refiriéndose a esa criatura del lenguaje. “El monstruo incesante” llamó a esa palabra entreabierta, como la mujer, o el oráculo. Y ese fue el título de su único libro de textos en prosa. Libro suyo y no suyo porque está hecho de reportajes y notas además de ensayo y crónica autobiográfica.

Cuando toco a su puerta, menos intranquila ya, pienso que las cosas serán como tengan que ser. Hace cinco años publiqué un trabajo sobre uno de sus poemas largos, el libro Los signos sobre la mesa. Entonces también la entrevisté. Pero, a diferencia de aquella vez durante la cual pasé por la sala-escritorio antes de entrar a la habitación de estar, ahora la sala, brevemente soleada y solitaria, vuelve pormenor cada paso, y cada paso, presentación de callados objetos. Desnudos, retrato, bodegón con flores y un pequeño Nocturno pintados por la jovencita Amanda cuyo nombre ([le] dijeron) significa “digna de ser amada”. Sorpresas que la anfitriona multiplica ante el “Orante mutilado”, una escultura en madera dura, de desecho, sustraída al padre y tallada quién sabe con qué. Amanda lo ha olvidado. Ya adulta, lo “coronó” con un regalo recibido de Ángel Rama como recuerdo de viaje: un aro metálico del que penden menudas réplicas de instrumentos de labranza - un arado, una pala – a modo de ínfulas sagradas. Bajito, como si rezara, me dice que rompió el Molino del equilibrio. Que lo rompió y lo tiró y que no sabe por qué. Prendo el grabador junto al “Orante mutilado” y le pregunto cómo era el Molino.

Era un libro. Contenía una pieza de teatro. “Era lindísimo. Lo escribí a los 17. No sé por qué el otro día lo rompí. Pero guardé las tapas para que se vea que existió.” 


Adentro y afuera



La conversación continúa en el estar.

Apoyo mi bolso en una silla y el grabador en la mesa mientras rememoro versos de La Dama de Elche: “[...] yo estaba afuera y adentro / era la espectadora y el museo / era la piedra y su caverna y su oreja [...] y entro en los ruidos de la calle / de la casa / [...] sentí que salía por sus ojos / el aleteo asordinado de una torcaza”. 

Tras la puerta-ventana pequeños pájaros veloces recorren el césped, revolotean en torno al sauce llorón. Los pájaros siempre han estado presentes en la obra de Amanda (“un adónde de sombra, un pozo vivo / graznando como un pájaro violento”), pero los pajaritos casi nunca, creo. Un borbollón de píos y aletazos muy cerca del vidrio corredizo. ¿Grescas o euforia? (“Pero otra vez el pájaro, este pájaro / en mi esqueleto, como una bujía / prendida en la implacable oscuridad [...].”)

Oprimo el botón y titila la luz roja del grabador, el micrófono orientado hacia la voz de Amanda que también aletea.


El infinito me apasiona




- Te propongo dejar que las palabras elijan qué caminos tomar... Resulta difícil dirigir la conversación hacia algún punto de tu obra “rizomática”, según Hugo Achugar. Pero hay palabras que podrían leerse como umbrales de tu poesía: “[...] oh verbo enmadejado / átame al mástil / al tótem de la especie / al árbol de la ciencia [...]”. Vamos a empezar por ahí, ¿cómo hiciste para hacer congeniar ciencia con poesía, astronomía y métrica, o física con lírica...? 



- (Abre el último de sus libros, me muestra la foto de solapa y lee el pie de foto:

“Amanda por teléfono, un poco antes de la Era Telepática”.) ¡La inteligencia humana es tan poderosa! Opino que vamos hacia ese terreno: todo a nivel de mente. Yo no creo en brujas..., pero creo en la comunicación cerebral, en esas ondas que hacen que yo pueda hablar contigo, o comunicarme con alguien que no está. Van a aparecer los científicos que lo abarquen al fenómeno. Eso se va a conseguir.



- ¿Y qué suerte les tocará correr a los poetas - pobrecitos - en la era telepática?



- Y..., no sé. No sé cómo va a ser la transmisión de esas ondas. Va a cambiar el mundo entero. Será un desacomodo feroz.



- Volvamos a tu poesía en conexión con el conocimiento físico y astronómico. Tu Constelación del Navío remite a la galaxia, al planeta y a los oficios, entre otros, al de navegar. Escribiste en el año 2000: “nombro y anoto aquí en la Tierra / cosas que pasan / cosas de entrecasa / y otras / con un ojo aquí / y otro allá”. Hablame de esos ojos que no se conforman con mirar para el mismo lado.



- Sí. Eso lo escribí porque mientras comíamos había tanto que sobraba..., y hay tanta hambre en el mundo. (Toma el libro y lee: “tanto sobraba / cuando hay tanta / tanta hambre sobre la tierra / [...] nos pasaba el tiempo / corriendo entre las piernas / [...] sin dioses ni cartas de larga vida / y nos parece posible y seductora / la estrella [...] que todavía no descubrió el ojo avizor / de mi amigo apodado el Hubble / que anda / viajando en el espacio exterior / ¿qué o quién lo reemplazará? / [...] ¿o misiles con pupilas de carga telepática / apuntando al infinito?)



- ¿Ves? Es lo que yo digo: un ojo en la mesa familiar, otro en la sociedad y otro en el telescopio...



- Lo que pasa es que el infinito me apasiona. Las matemáticas son las que te llevan al infinito. Las matemáticas no tienen fin. La numeración no tiene fin. Las matemáticas me deslumbran. Implican la noción de futuro que siempre me cautivó. Por eso la ciencia me importó siempre, desde que me conozco. En mi casa, cuando era niña y después, se recibía El Día con el suplemento en huecograbado. Y aparecía Leonardo da Vinci: pintura, dibujos, cálculos. Yo había tapizado totalmente mi cuarto con la obra de Leonardo. Me había conquistado.



- ¿Y empezaste a escribir sobre él?, ¿sobre qué escribiste por primera vez?



- Sobre tres cosas simultáneas que vi en el cielo, tres cosas diferentes ¡y tan juntas...! Tenía 10 o 12 años, salí a la azotea y vi una cometa que estaba remontando un muchacho y al mismo tiempo un sol voluminoso y pasando, en medio de eso, una gaviota. Una cometa, un sol y una gaviota. Salí corriendo a escribir por necesidad. Nunca me olvidaré. Es así, ves algo, y lo escribís. Después escribí sobre un perro muerto en la vereda. Esas son las primeras cosas que escribí. Si me quitaran las manos no sé qué haría. Escribir me pone los pies sobre la tierra. Para mí la escritura es una forma de salvación. Si no hubiera podido escribir no sé si hubiera podido estar viva. Por eso sigo escribiendo en estos cuadernos, ¿ves? (Abre el último, iniciado el 23 de febrero de 2007 y lee: “¿Acaso el abrazo de la soledad es tan venenoso como el de una serpiente que aprieta sus anillos hasta ahogarnos? Sentir la soledad absoluta transforma en Nada. Qué poderosa la presencia del mundo vacío. [...] He perdido la noción de estar viva. ¿Dónde? ¿Dónde la dejé? La soledad se encargará de encontrarla. [...] ¿Somos uno o todos en el Universo? Uni-verso - un único verso.”) Es una escritura al vuelo, escribo lo que voy sintiendo... ¡Estos sí que son “originales”!, ¿eh? – puntualiza.



- ¡Originales – originales! – confirmo con entusiasmo.



- Bueno, si querés te llevás uno... O mejor, me lo dejás corregir un poco.



- No, no. ¿Corregir qué? Me fotocopiaría dos, los últimos. Y me llevaría grabado este fragmento de otro, ¿te animás a leer aquí? Parece que aquí discreparas con aquello que escribiste en “Autobiografía”: “me disgusta recordar”...



- (Amanda lee en voz alta.) “No sé en qué vuelta del tiempo la memoria quedó enredada, ella, la segura y valiente, que lleva nuestra noción de ser y el olvido que la cubre con ojales sin botones. No sabía yo que era así. Perder el recuerdo es perderse en un bosque de niebla cerrada. ¿Ayer? ¿Era hoy? ¿Y hace un rato? ¿Qué pasó que no encuentro nada? Vivir sin memoria es vivir un presente desarraigado en medio de pálidos relámpagos. ¿Dónde? Y el presente se hace enorme como una catedral vacía. [...] El ayer y el mañana juegan con esa diosa Memoria, ella, la que no conoce el agua amarga del olvido.” Para mí la literatura es un refugio, es una necesidad. Una necesidad muy especial que tiene que ver con el adentro y con el afuera. Cuando escribís dejás algo tuyo, afuera. Es un modo de salir. De no dejarme arrastrar toda hacia la nada. La escritura tiene mucho de esperanza, de una cierta permanencia que nosotros no la tenemos porque la vamos perdiendo segundo a segundo, como seres vivos que somos. Hay que pensar hasta dónde es decisiva, ¿no?



- La literatura es un refugio muy especial porque tiene que ver con lo de adentro y lo de afuera, dijiste. Adentro y afuera ¿a la vez?, ¿como la Cinta de Moebius?



- ¡Ahí está! ¿¡Por qué me apasiona la Cinta de Moebius a mí!? Porque al mismo tiempo estás adentro y afuera. Los que la descubren son matemáticos. Y ya te dije que las matemáticas me apasionaron siempre. Por ejemplo, la famosa carrera entre Aquiles y la tortuga, “me puede”. ¡Tiene una fuerza, una potencia...! Porque además tiene, contenido: el infinito. Cosa que consiguen las matemáticas. Aquiles es el de “los pies ligeros” y la tortuga es lentísima. Pero si le das un metro de ventaja a ella, él no le puede ganar nunca. Cuando Aquiles hace un metro, la tortuga hace un centímetro; cuando Aquiles hace un centímetro, la tortuga hace un milímetro. Termina todo convertido en un abismo del que no podés salir. El tiempo se les interpone a los dos de manera matemática. Y te caés en un abismo que no se puede resolver. Te digo que los griegos se las traían, ¿eh?...



- Se puede decir que hiciste alianza con la bibliografía científica...



- Siempre me apasionó, desde chica.



- ¿Y cuándo o cómo descubriste la Cinta de Moebius?



- Ah!, fue un descubrimiento por partida doble: Moebius y Klein, dos sabios geniales. Ya lo conté otras veces. Los titiriteros de la Edad Media jugaban con la cinta unilátera que torneada se corta a lo largo y queda anillada a la primera. Y quedaba enloquecida la gente porque los aros no se separaban, aunque los siguieran cortando. Así que el problema ya venía de lejos... Pero Moebius piensa el tema desde las matemáticas. Y el otro genio, Félix Klein, piensa el problema de la Botella de Klein que es un volumen sin separación entre afuera y adentro... En realidad el asunto es semejante al de la Cinta. Sólo que la Cinta es un plano. Los dos, desde que los conocí: amigos míos ¡así!, ¡a muerte!



- Es decir que el interés por la ciencia fue correlato inseparable de la invención poética.



- Creo que sí. Y sale de la lectura. Leí mucho desde muy joven. Era sobrina de José Pedro Bellán y en mi casa los libros eran muy respetados. Me pasaba la mañana leyendo. Y mirando aquellas láminas -la obra toda de Leonardo- que recortaba y pegaba en las paredes. Después cuando viajé..., y fui a mirarlas, ¡no te digo! Con José Pedro hemos viajado… Mucho.



- Y esa amistad tuya con los sabios, ¿la compartía él?



- Creo que no. No le atraía. Su mundo era mucho más abierto.



- ¿Y tu mundo no es abierto? ¡Si vas desde el vaso de whisky a la nebulosa de Andrómeda!



- No, lo que quiero decir es otra cosa. José Pedro se ponía a escribir un libro y lo escribía. Hacía un trabajo ordenado en una forma accesible a todos. Muy poca gente se ocupa de Klein o de Moebius.



Amandas



- “Soy Amanda y voy hacia Amanda sin destino / apátrida / perseguida por un tábano dorado”, escribiste en La Dama de Elche cuyo subtítulo es “el vocablo es el viaje”. En el mismo poema hay otros datos - “Amanda hija de Amanda; Amanda madre de Álvaro”-, aportes a la filogenia del nombre junto a otros nombres, otras personas. Una historia puesta en circulación, la del nombre y la del ser, que posibilita el viaje hacia desprendimientos transformadores…. Pero hay un dato que por contexto singularizo: “soy Amanda mujer de José Pedro”. A lo largo de tu obra y de tu conversación se destaca el arraigo a ese vínculo. Por eso te pregunto si me autorizás y con indiscreción: ¿José Pedro fue tu primer amor?



- Sí, mi primer amor. (Pausa) El gran amor de mi vida. Nos conocimos en Preparatorios, yo hacía Medicina y él Derecho. A los dos nos gustaba la literatura. Y la declaración de amor de él, me acuerdo, fue el día que se presentaba a un examen de Filosofía. Eran muy pocos alumnos y el Instituto Vázquez Acevedo estaba desierto, arriba. La declaración de él fue con un pantum.. Un tipo de poema que va repitiendo la misma frase con variantes. La va repitiendo, y repitiendo. Lindísimo... Qué lástima que no me acuerdo, que no me puedo acordar ahora. Lo recordé mucho siempre... A ver... (Mueve los labios.) “Tu carne de lunas morenas celebra litúrgicos himnos frutales”. Ese era el primer verso. Después seguía... (No recuerda.) Era lindo… Íbamos a bajar las escaleras aquellas de mármol - estoy contando esto que son intimidades pero bueno..., a la larga... – y entonces José Pedro me va a dar un beso. Y a mí lo único que se me ocurrió decirle fue “¡cuidado con la pintura!”. (Risas) Nunca me olvidaré. Era la época en que uno se pintaba mucho los labios. Todavía me río. ¡Qué horrible!, ¡las cosas que uno es capaz de decir...!



- Y ya que entramos en esto…, ¿tuvo cuidado con la pintura?



- No tuvo cuidado con la pintura…



- Perfecto. Otra cosa: en ese mismo libro hay un poema, “Enamorada”, en el que Amanda inventaría tres amores tempranos. Justo ahora no nos vamos a andar con vueltas para confesar a quiénes amó Amanda. 



- (Risas) Ah, es que me enamoré de todos, y en ese poema los puse a todos juntos. A Leonardo, a Bolívar, llamado El Libertador y al otro, el del submarino..., el Capitán Nemo de Julio Verne. Tres pasiones.



- Es un hermoso poema. Pero tu memoria ha sido un poco ingrata con ellos al hacer el repaso. ¿Podrías leer unos fragmentos para hacerles plena justicia a los númenes y a tu texto?



- ¡Claro!: “me enamoré de Bolívar a los 11 / en la escuela del Reducto / en 6º año / rendida / medité sobre su biografía / nadie nos encontraría en esas horas [...] // quise con pasión al Capitán Nemo a los 13 / rostro / ilustraciones / cámaras sumergidas / y el ojo asombrado del Nautilus [...] me abracé a tus aparatos científicos / mis ojos te miraban Capitán / y había navegaciones [...] // caí en amor de Leonardo de Vinci a los 15 / caí en claroscuro dulcísimo / [...] yo estaría entre sus discípulos predilectos / era como su joven ama de casa / que hiciera trabajos de telepatía / y le sirviera inventos prematuros / [...] habité su color de bosque húmedo / su color para amarse sombríamente / yo estaba enamorada de ti / Leonardo / y aunque eras sabio / nunca lo supiste / me hubiera gustado ponerme tus alas mecánicas / y contigo sobrevolar Florencia / tan fácil era amarte desde Montevideo / hasta Vinci a los 15”…



- ¿Y tus poetas?, ¿cuáles fueron?



- Valéry, Delmira Agustini, Emily Dickinson, Neruda, y todos los españoles, como Machado, Juan Ramón Jiménez... Ay, vienen y se van los recuerdos y los nombres. No pueden aparecer todos de golpe. ...En España, durante el primer viaje a Europa, en los años 50-51, nos salvó el pasaporte diplomático... ¿sabés de qué? ¡De la poesía! De leer a Machado. Por haber comprado las Obras Completas de Antonio Machado. Un libro azul, un precioso libro… ¡Éramos sospechosos! ¡…Increíble!. No recuerdo en qué provincia - íbamos hacia el sur - vimos por esos días a un hombre sentado en algo así como un anfiteatro. Estaba solo y nos acercamos a preguntar algo. “No hablen conmigo” - nos advirtió - “porque contagio lepra política”. ¿Te das cuenta? En aquel viaje tuvimos algunas experiencias temibles con la palabra. Otras risueñas, como en Grecia...



- ¿Contarías una de las risueñas?



- En Grecia estábamos en un hotel chiquito enfrente a una pequeña playa y José Pedro veía que se paraba un camioncito. Bajaba un hombre, se bañaba, se subía y se iba. Entonces un día, con cuidado porque estaba todo en griego, empezó a leer lo que decía. Decía “Me-ta-fo-ré”.



- Y él que ya sabía que metáfora quería decir traslación...



- ¡Exactamente!, ¡era un camión de mudanzas! ¡Con la palabra “metáfora”!, que para nosotros tenía un sentido extraordinario..... Fue como vivir aquello de no saber “a dónde vamos ni de dónde venimos”. José Pedro leía y no podía salir de su asombro… (Ríe) ¡Ni yo! (Apago el grabador y ella prende su reciente “portable” (un “huevito” portacedés). Entonces escuchamos música griega antigua, una música rara que cierra la jornada mientras cierra la noche tras los vidrios y en las manos friolentas de Amanda, quebradizas sobre la caja del CD, tímidas y posadas como pajaritos.).

Fuente:http://www.mec.gub.uy/academiadeletras/Investigadores/Tatiana.htm

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares