Módulo 2. Violeta Parra: arder hasta las cenizas, por Rosabetty Muñoz

I.   Tan lejos, tan cerca

Crecí en un mundo donde la palabra poética era respetada por los mayores. Se recitaban y memorizaban romances que quedan en la memoria popular así como muchas palabras que están en desuso en el resto del país. Nuestra condición de isla fijó una forma de ser comunidad que creía en la educación y confiaba en la formación humanista para hacer de los hijos personas mejores, por lo tanto la escuela, era un espacio de esperanza que contaba con el respaldo de todos. La literatura chilena era puesta sobre la mesa, ante nuestros ojos, y en las casas se repetían los nombres de los poetas mayores, cuyas voces traspasaban el espacio de los libros para convertirse en figuras conectadas a los grandes misterios de la existencia. Pero no fue allí donde encontré a Violeta Parra: lejos de los libros escolares y de la legitimación de la academia, ella estaba aún sellada para mí cuando salí del archipiélago a estudiar.

La escuché primero en el canto y la leí por primera vez como poeta cuando el sacerdote Enrique White me regaló las Décimas Autobiográfi­cas el mismo día en que me contó cómo lo habían apresado y torturado por dar asilo a militantes del MIR en su parroquia. Esa noche, encontré una poesía que reconocí enseguida por el ritmo y el tono campesi­no, hablando ahora de asuntos tan diferentes a los largos poemas que aprendía en los inviernos isleños cuyos asuntos eran religiosos o tra­taban de personajes lejanos. Violeta Parra escribía su personal historia en versos dolorosos que se trenzaron con el remecedor relato del padre White. Así la conocí: en la crudeza de un momento vital definitivo. Su poesía se abrió con la ferocidad propia de un tiempo que exigía de nosotros una ligazón entre la palabra y la historia, un compromiso con el presente que ella tenía claro, pero nosotros, los jóvenes escritores formados en dictadura, no habíamos aún resuelto. El encuentro con su torrencial poesía, con la vocación radical de su palabra me ayudó a encontrar un lugar desde el cual desplegar mi propio imaginario: «No puede ni el más flamante / pasar en indiferencia / si brilla en nuestra conciencia / amor por los semejantes». Los principios sobre los que se había cimentado mi formación, estaban en sus versos expuestos con tal rigor y sencillez que pafecía posible para mí, también una mujer fuera de los circuitos de poder, decir, decirme y decir a los míos. Ella repre­sentó al poeta en su tiempo con tal lucidez que sus versos se adelantan, su voz se vuelve profética: «Ya no florece el mañío / ya no da fruto el piñón / se va a acabar la araucaria / ya no perfuma el cedrón / porque al mapuche le clavan / el centro del corazón».

En el tiempo del asco (como lo llamó Stella Díaz Varín) necesitábamos voces mayores y los versos de Violeta llovieron cargados de integridad. Así como tenía claro el lugar del creador (lejos de los privilegiados, cerca de los suyos) también declara ferviente la dirección que tomarán sus llamas líricas en la lucha por denunciar y marcar los daños: «entre más injusticia, señor fiscal / más fuerzas tiene mi alma para cantar». Me mar­có a fuego el reconocer en ella señales que yo presentía vagamente pero que en su poesía son clara fuerza: afán de ir más allá en su expresión, más lejos que la materialidad del poema, cuyo verdadero propósito era construir un férreo puente que comunique a los suyos con su propia identidad. Siguiendo los afluentes de sus poemas, podemos palpar el jue­go de espejos que la impulsó apasionadamente: la convicción que en el reconocimiento de su propia valía, el pueblo —ella misma amplificada y multiplicada— podría encontrar un sentido para su existencia y tam­bién, un destino otro, mejor.

Violeta Parra presta su voz a la cotidiana lucha de un pueblo contra la adversidad y, en una épica particular, participa de la fundación de una identidad al recoger savia en el habla de los vivientes, en sus gustos y dolores para darles un lugar nuevo, una estatura visible y ennoblece- dora. Les dice quiénes son a los que están más acá de los afortunados que ocupan la escena pública, institucional. Le habla claro y fuerte a ese igual que «no sabe que hay otro mundo / de raso y de terciopelo». Funda con la palabra un espacio de encuentro y revelación y los hace mejores en ese denso reflejo, en el esfuerzo de mostrarse ella misma fiel a sus complejidades, sus abismos, ternuras, errores. Esa lucidez de ser piedra angular roma y humilde, nos hace comprender hondamente la tremen­da belleza de nuestra morenidad y lo necesario de nuestra palabra en la composición general. 
Chiloé



II.   Una palabra poblada
Debajo del árbol de manzanas, tirada sobre el pasto, la niña que fui siente la fragancia de las frutas que caen, por el peso de su propia madurez, al lado suyo. El libro está abierto en su pecho mientras mira las nubes y adi­vina (oh lugar común) figuras contra el espacio azul. Un poco más tarde camina con sus padres hacia un velorio. Avanzan en la oscuridad de la no­che por caminos estrechos alumbrados por la lámpara que lleva el padre. Al llegar, en el salón que se ha abierto de par en par, la mesa central está ocupada por el cadáver cubierto con una sábana, su cabeza sobre una al­mohada. Se oye el clavetear en el patio donde los vecinos labran un ataúd. A los dolientes y las visitas se les sirve comida en los mesones dispuestos en tomó al difunto, cada plato luce un enorme trozo de carne que todos deben comer para no desairar a la familia. Vuelven con un enorme pan bajo el brazo por el mismo camino negro en una noche sin luna.

La vida y la muerte se viven así, con cruda naturalidad en la infancia rural y es este material el que uno va recordando, develando. Porque allá en el fondo de la memoria, en ese lugar espeso y misterioso cuyo acceso se ha borrado pero sentimos latir; allá las palabras y las cosas están uni­das. El mundo y el lenguaje tienen una profunda pertenencia. Una sola palabra a veces es literalmente la llave / clave que abre el misterio.

Si Gabriela Mistral, en palabras de la propia Violeta, es «la madre» o «la mairina», Violeta Parra es la Hermana Mayor que se fue primero de la comarca y que señaló una huella, una forma de vida que nos distingue para buscar esa palabra espesa, alimentada en la realidad palpitante de un Chile opaco que no es el brillante o deseado. En lugar de olvidar, de dejar atrás la dureza de la infancia, se internó cada vez más en un país que latía bajo el olvido o la violencia del mal; levantó su voz herida para enrostrar a los poderosos su indiferencia ante la injusticia y fue al mismo tiempo recogiendo las piedras preciosas de la sabiduría popular. La he seguido, como hermana menor, en su recorrido de baqueana del mundo roto y ajeno que le tocó vivir; el mundo donde desde niña fue desplegando su pasión y esa sensación fatal de estar fuera del radio de los afortunados. Siempre al otro lado porque no se puede dejar de sentir y el sentimiento por la desgracia de los suyos, duele. Así va en su poesía, dolida del mundo total y completo: la cosecha se pierde, la muerte de los buenos, la persecución de los luchadores; las penas de amor, la pobreza, el hambre. El dolor de todas las cosas del mundo. «El amor es una man­cha / que no sale sin dolor».

Violeta Parra, como poeta, usa la lengua para relacionarse con los misterios de la vida buscando abrir espacios de comprensión y extrañeza al mismo tiempo, frente a Ja compleja realidad de todos. En el desafío más grande que tiene un poeta, cual es, hacer carne la expresión, ella es parte de la verdad que presiente, sigue los pasos que la llevan a encon­trar un lenguaje personal al tiempo que se nutre con la voz de muchos. «Busca la luz de la verdad / mas la mentira está a tus pies». Pienso la construcción de esa voz única como un proceso de continuo vaciarse para luego dejarse llenar en un permanente escanciado con las hablas y vivencias personales y de otros, de modo que esa materia va decantando hasta que se logra amasar una palabra vigorosa que recoge y funde el habla propia con el habla de los márgenes de la nación. Como ella, he querido encontrar esta voz comunitaria, engrosar la mía, darle peso y cuerpo, llenarla de humanidad. Violeta lo hizo recogiendo el habla de la calle, usando ritmos populares, repeticiones, fórmulas cifradas, ironía y humor hasta llegar a composiciones donde alcanza cimas de entendi­miento: «Volver a ser de repente / tan frágil como un segundo».

Se adelantó en el camino de reconocer y maravillarse por la riqueza de los nuestros devolviéndonos el grueso tapiz de una lengua enarbolada como bandera de un cierto país más nuestro que ninguno. «Si escribo esta podesía / no es solo por darme gusto / más bien por meterle susto / al mal con alevosía, / quiero marcar la partía / por eso prendo centella / que me ayuden las estrellas / con su inmensa claridad / pa publicar la verdad / que anda a la sombra en la tierra».


Arde en Violeta una palabra necesaria, ella lo sabía tanto así que se pue­de leer a lo largo de toda su obra un arte poética: «Y su conciencia dijo al fin: / cántale al hombre en su dolor / en su miseria y su sudor / y en su motivo de existir».

He aquí una imagen inquietante: Exequiel come el libro que le dio el Señor, queda lleno de valor para reprender y se ve constituido como cen­tinela del legado de su pueblo. Después de intentos fallidos por hacerse oír, se le manda encerrarse en su casa y callar: el silencio como castigo, no para él, sino a la indiferencia de «la familia contumaz».

Escribir poesía es seguir ese mandato que viene de alguna dimensión recóndita y Violeta se entregó a esa misión. Aún estrellada contra la realidad estrecha que no es capaz de contenerla, fuera de su tiempo, guiada por propósitos que ni ella comprende («no sabes cuánto dolor / miseria y padecimiento / me dan los versos que encuentro»). Impelida a seguir a pesar de tener tanto en su contra con una fuerza ciega que desafía a la desgracia, el poder, su propio agotamiento fue absorbiendo su tiempo sin soltarse a la medianía.

Algo ardía en su organismo, ese fuego que tienen los dioses «Se lle­nan mis huesos de llamas altivas» y que le sirvió para rodear el riquísimo legado del pueblo. «Me aflige la maravilla», dice en sus Décimas. La suya no es una palabra cifrada, ni indagadora de sí misma: quiere comunicar, se justifica y existe porque postula a ser un lazo dorado para unirse a otro, otros.

Ella supo, y lo dejó escrito, que para ir armando ese espacio de en­cuentro mayor con los otros hay que haberse tragado el libro completo, haber saboreado el rollo de la sabiduría. «La divina providencia / se hizo dueña de mi alma / y una corriente de calma / m’aclara la inteligencia».

Heridos como estamos, viviendo en un mundo hecho a la mala, que nos expulsa cada día, añoramos llenar de sentido la poesía para consolar y consolarnos. Tenemos, sí, las voces fundacionales entre ellas, esta lúci­da Hermana Mayor que advierte: «Mujer que tiene sentido / tranquea con pies de plomo» porque sabe cuánto cuesta sostener el discurso.

«Yo lo comí y me supo a mieles» dice Exequiel.

Ahora, cuando las palabras se vacían, manoseadas, reducidas a as­tillas secas, miramos ávidos hacia los tiestos de agua esencial; ahora es cuando su poesía es más necesaria.

Tal vez la miel de sus hallazgos poéticos no le supieron dulces a Violeta, pero tuvo el valor de incendiarse hasta las cenizas para que no­sotros probáramos.

Rosabetty Muñoz. Ancud, invierno de 2016
en Parra, Violeta (2016) Poesía. Santiago de Chile : Universidad de Valparaíso.

Fuente: Violeta Parra: arder hasta las cenizas

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